Cuando se celebró la instalación de la Universidad de Chile en 1843, la experiencia universitaria no era nueva en nuestro país. Educación superior había habido desde comienzos del siglo xvii, bajo la tuición, naturalmente, de la Iglesia. A mediados del siglo xviii comenzó a impartir docencia formal la Real Universidad de San Felipe; pero hacia el final de la llamada “patria vieja” esa institución fue abandonando su carácter docente para transformarse, al decir de un historiador, en una “academia de sabios y museo de las ciencias”. Ello no significa, sin embargo, que los estudios superiores hubiesen desaparecido; ellos se seguían en el Instituto Nacional, y la Universidad, en su calidad de cuerpo eminentemente académico, se limitaba a otorgar los grados de bachiller, licenciado y doctor. Se comprende fácilmente que cuando una corporación debe conferir los grados académicos a candidatos que han cursado sus estudios en otra institución, los conflictos entre los rectores de ambas organizaciones se hacen inevitables.

Así ocurrió en este caso, y en 1839 el ministro Mariano Egaña decretó la extinción de la Universidad de San Felipe, si bien autorizándola para continuar otorgando grados universitarios hasta que esta función pudiera ser desempeñada por el nuevo instituto de educación superior que había de crearse, la Universidad de Chile.

Se ha observado que la supresión de la Universidad de San Felipe y su reemplazo por una nueva universidad no era necesaria, toda vez que habría bastado con reformar a la institución primitiva, modificando sus estatutos. Ello es posible; pero ciertamente lo que se quería era una nueva corporación que no conservara el recuerdo ni de su majestad el rey Felipe V, ni del santo del mismo nombre, ni de los sacerdotes que ocasionalmente ocuparon la rectoría de la antigua. Patria nueva, universidad nueva; ésa era la consigna.

Cuando en 1843 se instaló oficialmente la Universidad de Chile, lo hizo de manera muy auspiciosa y con gran solemnidad, pero, curiosamente, en condiciones que entonces la dejaron en situación de relativa inferioridad si se la comparaba con su predecesora, la Universidad de San Felipe; eran condiciones que la nueva corporación debió ir superando a través de los años. En efecto, mientras la antigua universidad otorgaba los grados de bachiller, licenciado y doctor, la nueva sólo podía otorgar los de bachiller y de licenciado; mientras la universidad colonial elegía a su rector y a sus decanos, la recién creada entregaba estas decisiones al Presidente de la República, sometiendo ternas a su consideración; igualmente, todas las autoridades, profesores y empleados de la nueva Universidad podían ser removidos por el supremo gobierno, y la institución quedaba sujeta, desde un punto de vista económico, al presupuesto estatal. Por otra parte, al igual que la Universidad de San Felipe, que dejaba de existir, la Universidad de Chile, que ahora nacía, no tuvo alumnos, pues éstos siguieron formándose por más de treinta años en el Instituto Nacional. Me atrevo a presumir que muchas autoridades universitarias recordarán hoy con nostalgia esa situación, que acaso considerarán idílica.

Con la ceremonia de instalación de la Universidad de Chile se inició también el rectorado de Andrés Bello. Éste había trabajado asiduamente en la preparación del proyecto de ley para establecer la nueva Universidad. Su experiencia universitaria propiamente tal era, sin embargo, más académica que administrativa. Ya en la década de 1820, desde Londres, Bello había preparado una bibliografía de textos clave sobre los más diversos temas, desde el latín hasta la economía política y desde la química hasta la filosofía, para la enseñanza en la Universidad de Caracas. En Chile, durante la década de 1830, enseñó en el Colegio de Santiago y tuvo a su cargo la revisión del currículo docente del Instituto Nacional. Además, había elaborado ya todo un pensamiento acerca del tipo de universidad que necesitaba una república hispanoamericana joven, a pocos años de haber obtenido su Independencia y de haber superado la anarquía política; pensamiento que había podido dar a conocer ya en diversos artículos de gran importancia y que culmina, por cierto, en su célebre discurso de instalación de la universidad.

En uno de los artículos mencionados es posible apreciar la importancia que atribuía Bello a las ideas expresadas por Montesquieu en El espíritu de las leyes. Para este último, la virtud es el fundamento de la vida bajo un gobierno republicano, y con esta noción vinculó su concepto de libertad, que hizo consistir “en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”. Ambas ideas fueron orientadoras para Bello. De ellas dedujo la importancia que para una república joven tiene difundir la educación, porque sólo ciudadanos educados pueden contribuir al desarrollo económico de un país y a la obtención de la felicidad general, que es el objetivo hacia el que tiende la voluntad nacional. No será inútil recordar aquí que la búsqueda de la felicidad había sido reconocida ya por la constitución de los Estados Unidos de América como uno de los derechos inalienables del hombre. Pero dicha búsqueda no es, para Bello, realizable en un libertinaje que abra la puerta a todos los excesos, sino en una auténtica libertad “contrapuesta, por una parte, a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen, y por otra a la desarreglada licencia que se rebela contra la autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano”.

Así, pues, la educación pública es, para Bello, la garantía de la virtud que hace posible la vida republicana. Para los pensadores de la Ilustración europea era una verdad indiscutible que el Estado existe para asegurar el orden y la libertad en la sociedad, constituyéndose en el guardián que debe velar para que los individuos no excedan los límites de sus propios derechos y libertades, y no conculquen de este modo los derechos y libertades de sus semejantes. Pero esta hermosa noción daba origen a una pregunta de difícil respuesta: ¿Quién guardará al guardián, quién vigilará al vigilante, impidiendo que el Estado mismo exceda los límites de su poder en detrimento de las libertades individuales de los súbditos? Las respuestas diferían entre sí, sucediéndose unas a otras. Guillermo de Humboldt, el hermano del célebre Alejandro, opinaba que el poder del Estado debía ser limitado y restringido, de manera que, entre otras cosas, no se permitiera la existencia de algo así como una instrucción pública, ya que toda educación pública necesitaba ser financiada y dirigida por el Estado, quien formaría a través de ella a ciudadanos dóciles, pasivos y poco imaginativos, incapaces de desarrollar adecuadamente sus talentos individuales y que no encontrarían tampoco en torno suyo la diversidad de oportunidades que podría despertar su creatividad.

Pero a esta pregunta dio Bello una respuesta del todo diferente. Los gobiernos republicanos son, para él, a la vez representantes y agentes de la voluntad nacional que busca la felicidad general; y el instrumento de que disponen dichos gobiernos para lograr ese objetivo es precisamente la educación pública.

Por consiguiente, Bello propuso que la Universidad de Chile asumiera la función de Superintendencia de Instrucción Pública contemplada en la constitución de 1833. Y así fue. Si se leen los discursos con que Bello daba cuenta de su gestión como Rector al cabo de cada uno de los períodos en que desempeñó el cargo, llama la atención en ellos que las tareas propias de una superintendencia de educación figuran en primerísimo lugar como las más importantes que desarrollaba entonces la Universidad. Esta labor no era entendida, sin embargo, como una actividad meramente burocrática. Para Bello, es la educación superior la que ilumina y fecunda a la instrucción básica. “En ninguna parte”, dice, “ha podido generalizarse la instrucción elemental que reclaman las clases laboriosas, la gran mayoría del género humano, sino donde han florecido de antemano las ciencias y las letras [...] La instrucción literaria y científica es la fuente de donde la instrucción elemental se nutre y se vivifica”*.

Pero se planteaban también otros problemas no menos trascendentes. En cuanto agencia del gobierno para difundir el saber en todos sus niveles, la Universidad de Chile no podía limitarse a ejercer la función de una superintendencia de instrucción pública sino que debía montar también su propia actividad docente. El problema era aquí el Instituto Nacional, cuyo bien merecido prestigio no podía dejar de ser reconocido, y fue preciso actuar con sumo tacto. El primer paso consistió en lograr que en el Instituto se separaran los estudios propios de lo que hoy llamamos educación básica y media, de los estudios profesionales. Los primeros se mantuvieron bajo la autoridad del rector del Instituto Nacional; los estudios profesionales de carácter propiamente universitario continuaron realizándose en ese plantel, pero bajo la supervisión de un delegado universitario; este cargo fue ocupado durante muchos años por Ignacio Domeyko, quien había de desempeñar también la rectoría de la Universidad después de la muerte de Bello. Por último, después de transcurrido un tiempo no despreciable, tres de las cinco Facultades de la Universidad de Chile adquirieron en plenitud la función docente; ellas fueron la de Leyes y Ciencias Políticas, la de Medicina y la de Ciencias Matemáticas y Físicas. La Facultad de Filosofía y Humanidades continuó entretanto ocupada en la tarea de supervisar la alfabetización nacional, y la de Teología entró en una dulce agonía que la condujo a una plácida muerte.

La concepción de la Universidad que poseía Bello no se detenía aquí. Él consideraba que la institución no debe ser una academia destinada únicamente a fomentar la vanidad de sus miembros y a premiar a quienes se han destacado en el cultivo de las ciencias. Pero ella debe, obviamente, estimular a los ingenios nacionales y abrir sus puertas a los conocimientos útiles. Hay un cierto pragmatismo en la propuesta de Bello, que no lo indujo, sin embargo, a caer en un utilitarismo grosero y que no le impidió tampoco definir como una de las tareas de la nueva Universidad la superación del empirismo puro que ya se hacía presente en diversas tendencias del pensamiento europeo e hispanoamericano, que avanzaba a pasos acelerados hacia el positivismo.

Sin embargo, Bello no pudo tal vez prever que él pertenecía a una época en que aún tenía vigencia un ideal del saber y de la cultura al que no le restaba larga vida. Él, filólogo, latinista, gramático, jurisconsulto, filósofo, poeta, divulgador científico, podía afirmar confiadamente, en su discurso de instalación de la Universidad de Chile, que “todas las verdades se tocan” y que “todas las facultades humanas forman un sistema en que no puede haber regularidad ni armonía sin el concurso de cada una”. No tengo razones para disentir de que en un nivel abstracto y teórico todas las verdades se toquen; pero debemos reconocer también que, por desgracia, los descubridores y transmisores de las verdades han dejado hoy, desde hace ya mucho tiempo, de tocarse. Y no sólo ya no se tocan; desconfían igualmente de la posibilidad misma de comunicarse, porque saben de antemano que son muy pocas las probabilidades de que el otro comprenda lo que se intenta decirle. ¿Cuántos son hoy los juristas capaces de entender un paper acerca de las diferencias de potencial en la membrana del axón de un cefalópodo? ¿O -para no poner un ejemplo tan extremo- cuántos los poetas que pueden interesarse en la relación entre las nociones de logos en Platón y en San Justino? Ciertamente, los tiempos de los genios universales, de un Aristóteles, de un Leonardo o de un Andrés Bello, pasaron ya definitivamente. Las posibilidades de comunicación se han hecho tan fáciles y expeditas que las disciplinas progresan vertiginosamente y hemos venido a parar en un especialismo que tiende a aislar unos de otros a los diferentes grupos de buscadores de la verdad. Nos encontramos, pues, con el resultado paradojal de que mientras la tecnología hace que la comunicación sea materialmente cada día más fácil y barata, ella se hace también intelectualmente cada día más difícil entre personas que trabajan en diferentes disciplinas o aun en diversos sectores de la misma disciplina. No hemos hallado aún la fórmula para escapar de esta que ha sido denominada la barbarie del especialismo, pero el estudio de la polifacética obra de Bello puede estimularnos para continuar buscándola.

Hay muchos otros aspectos del rectorado de Andrés Bello y de su pensamiento universitario que sería muy interesante tocar aquí, pero estimo que los mencionados son de suyo suficientes para estimular una reflexión seria acerca de las tareas, los deberes y los destinos de la Universidad de Chile.

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Véase Bello, Andrés. Discurso en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843, Santiago, Universidad de Chile, Imprenta del Estado, 1843: 25-26